miércoles, 2 de julio de 2008

Por una progresiva pero inexorable desintegración de prejuicios

Tengo pendiente un inventario de prejuicios. Apenas empiezo a sumarizarlos, o mejor, cuando los veo entrar en acción, retorciéndose ante la proximidad de una enzima enemiga, descubro importantes montos de energía invertidos en sostenerlos. Energía que, en su despliegue, no hace más que señalar esa oscura idea que estimo (a todas luces) responsable de convocar las defensas al frente. La idea en cuestión es simple, y reza así: en los prejuicios reside mi identidad.

Ignoro cómo se conformó esa idea. Ignoro también, aunque aquí y ahora la enuncie con una claridad meridiana, hasta qué punto soy conciente de ella cuando se pone en acción.

Sin embargo, su resultado es claro: los prejuicios aparecen conformando territorios, zonas de retracción que por su acción conjunta, terminan dibujando una periferia, un borde, un recorrido de ausencias o vacíos que, por elección militante, decido no visitar.

Y son persistentes, carajo que lo son. Algo tan leve como la experiencia no basta para disolverlos.
Al principio resultan hasta simpáticos. Agrupan. Dividen. Se muestran como chistes e ironías. Son responsables de qué autores sí, qué autores no. De discriminar estantes de autoayuda. De asignar, en bloque, identidades a gustos personales. De asumir estilos de vida por elección de vocablos. De encontrar esencias en formas de revolver el café.

Ahora, estas entidades, graciosas e inofensivas en principio, dejan de serlo cuando se transforman en bloqueadoras. Cuando impiden disfrutar. Simplemente, porque asumen el rostro de miradas externas, de juicios, de crítica. De pretensión.

¿Cómo sucede esto? Creo que el prejuicio desconecta del sentir. Es una categoría de ya-saber. Un ya-saber cómo es la cosa, la verdad de la milanesa, cómo tiene que ser, cómo debe ser. Y al hacerlo, al convertirse en pretensión e idea rectora, automáticamente distancia a su portador (hola, acá estoy) de su sensibilidad actual. Impide habitar el momento por pretender no sólo CÓMO debería ser habitado, sino también, qué vale la pena habitar. Y al hacerlo, corroe, socava esa verdad en conformación, por una verdad virtual. En nombre de qué? De una pretendida identidad a preservar.

Me cache en dié!


ps: últimamente recibo con placer la desintegración inesperada de prejuicios. Quizá sea sólo recuperar la capacidad de sorpresa. Un socrático reconocimiento de nuestras limitaciones. Dale que va. :)

3 comentarios:

el pony dijo...

Muy bien, Ari. Tal cuál, exacta disertación sobre nueatros prejuicios que a veces son nuestros pensamientos. Yo creo que muchas veces son excusas para enfrascarnos en nuestra soledad de manera "justificada". Lo que seguro: cuesta mucho pasarles por encima pero intentarlo vale la pena. Besos!

Ariel Gulluni dijo...

No había pensado que funcionan como excusas para enfrascarnos en nuestra soledad, pero claro, también aplica. En todo caso, creo que como regla general, tienen que ver con la dupla temor/control.

Anónimo dijo...

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